UN HORIZONTE BIFURCADO
[CRÍTICA A HORIZONTES DE GUIDO QUISPE]
En 1775 nacía el profeta del sol. Un hombre dedicado a realizar alabanzas, en cada obra, por medio del resplandor que salía de sus pinceles, al astro que nos resguarda. A la edad de 10 años, ya empezaba a vender sus grabados que coloreaba con soltura, a dos peniques la lamina. En 1789, es admitido en la Royal Academy of Arts de Londres, con tan solo 14 años, y asombra a sus contemporáneos pintando la Abadía de Tintern, años después. Sus obras posteriores lo catapultarán como uno de los maestros de la acuarela, por retratar la insignificancia del hombre frente a la violencia de la naturaleza y revalorizar el paisaje alrededor de la revolución industrial. Además, de tener un uso magistral de color. Hoy lo recordamos por uno de los premios más distinguidos en el arte de Reino Unido, el premio William Turner.

La acuarela retrata la luz. Su técnica demanda pulcritud, un dominio de la teoría del color y una precisión de cirujano, porque no se puede ir hacia atrás. Es decir: lo que se hace en el papel es lo que queda como una cicatriz después del quirófano. Siendo una técnica tan exigente, no fue hasta la llegada de Turner que la acuarela se posicionó como arte mayor. En el caso de la acuarela en Bolivia pasó algo similar. El pintar con agua y pigmento, en el siglo pasado, antes de la aparición de los grandes maestros —Luis Luksic, David Crespo Gastelú, Raúl G. Prada, Julio Cesar Téllez, Ricardo Pérez Alcalá, entre otros—, era considerado arte para señoritas. Esto por la extrema delicadeza y la absoluta paciencia que se debe para pintar. En la actualidad, por fortuna, esta opinión ha cambiado.
Hoy en día, podemos apreciar a grandes exponentes de la acuarela. Por un lado, tenemos a los artistas que realizan trabajos metafóricos y críticos —Javier Fernández y Mario Conde, respectivamente. Tenemos, por otro lado, a Jorge Dávalos que explora la abstracción y el retrato psicológico. Por último, están los acuarelistas que ejecutan paisajes urbanos y rurales —Gildaro Antezana, Fernando Antezana, Rina Mamani, José Rodríguez, entre otros. La exposición de Guido Quispe Pillco, en la Galería de la Alianza Francesa, se enmarca —parcialmente— en este tercer grupo.
Las obras de Quispe están en un horizonte bifurcado. El primer camino, en la sala de exposición, podemos apreciar paisajes altiplánicos, con una paleta entre tenue y fría que retrata la atmosfera con unas construcciones de piedras que denotan un sentimiento de melancólica. Este primer grupo de obras las componen: (de izquierda a derecha) ‘Voces en la niebla’, ‘Antes de la fuerza de la naturaleza’, ‘Retorno de los grillos’, ‘Cohana’, ‘Vanas ilusiones’, ‘Susurros de antaño’, ‘Olvidados’, ‘Campos de Estrellas Perdidas’ y ‘Ausentes’.









Todas estas obras rememoran esa visión romántica e idealizada de un mundo indígena que, en la realidad fáctica, y con todos los hechos acontecidos en estos últimos años, no existe. Podemos percatarnos, a su vez, de la ilusión bien conservada de los indígenas de tierras altas y su entorno. Y, a modo de puente transitivo, observamos unas montañas andinas y el Illimani. Hasta aquí, nada nuevo bajo el sol.
Quispe, por fortuna, logra alejarse —esperemos que para siempre— de ese mundo repetitivo, aburrido y cargado de melancolía, con el segundo grupo de sus acuarelas, donde nos propone una nueva propuesta. Este grupo los conforman: ´Presagios´, (de izquierda a derecha) ´Tierras Doradas´, ´Días de agonía´, ´Últimas luces de esperanza´, ´Tempestades´, ´Ecos´, ´Migraciones del agua´, ´Sendas´, ´Mañana no habrá más pesca´, ´Vientos al Occidente´ y ´Vanos Horizontes´.







Este grupo de acuarelas son dignos de admiración. Esto por la calidad técnica que emplea Quispe para rozar el paisajismo con la abstracción, la fuerza de la luz que demanda atención y la destreza de la técnica con la armonía de su paleta de colores. En Guido Quispe podemos apreciar el comienzo de algo que va naciendo en su interior; ya sea una tormenta cargada de nubes para formar espejismos de colores o un día de otoño taciturno que seca las hojas de los árboles pintando las calles de dorado. Solamente tenemos que esperar a que encuentre un concepto con el cual jugar en sus cuadros. Por mi parte, apostaría todo o nada en sus paisajes abstractos.
Quispe, que es parte de la nueva generación de acuarelistas, debe buscar su propio camino. Así como tiene que cortar el cordón umbilical de sus influencias artísticas que se quedaron realizando paisajes por comodidad y dinero. La primera es absolutamente criticable, porque, en todos estos años, no salieron de su zona de confort; al punto de crear la escuela cochabambina y potosina del paisaje. La segunda, por su parte, la del ejecutar obras por dinero, por vender, es aceptable; pero no para la historia del arte.
Creo que los actuales exponentes de la acuarela boliviana encontraron su horizonte al darse cuenta de que la temática reinante y sonante en Bolivia es el paisajismo. Por lo mismo, empezaron a explorar nuevas propuestas. En el caso de Turner, que marcó su viaje preciso, reconociendo su tiempo donde reinaba la máquina a vapor, se propuso resaltar la inmensidad de la naturaleza frente a ese individuo pequeño y débil que somos todos nosotros. Pero que, hábilmente, fábrica máquinas para su autodestrucción. Él, con su particular estilo, empieza a mostrar las infinitas posibilidades del pincel, el agua y el pigmento frente a un papel inmaculado. En su primera época pintaba paisajes, donde el tema principal era la atmosfera y la naturaleza. Luego terminó haciendo cuadros religiosos donde el sol, la luz, y el aire, se convertían en la presencia de Dios. No es casualidad, en consecuencia, que, a la edad de 76 años, y con sus últimas fuerzas, hayan dicho: el sol es Dios.

Muchas gracias por republicar mi escrito. Un saludo.