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EL VIENTRE EXTERIOR

Reseña de la exposición Urvas de Gintare Sokelyte

La prehistoria y la historia suelen dividirse por la invención de la escritura. De modo semejante, la conquista del fuego marcó una ruptura dentro de la Edad de Piedra, abriendo el camino hacia la Edad de los Metales. Estas divisiones cronológicas evidencian nuestra capacidad de avanzar: dominar una técnica, construir mejores herramientas, domesticar otros seres vivos. Cada uno de estos momentos es único en la historia de la humanidad. Sin embargo, rara vez se destaca un hecho que fue determinante para el éxito de nuestra especie: el reconocimiento de un adentro y un afuera. Es decir: del habitar, del anidar un espacio, del construir refugio.

Hace aproximadamente dos millones de años, en una sábana árida y de clima cambiante, dejamos nuestras primeras huellas marcadas por el fuego. Con nuestras manos tiznadas, tocamos por primera vez las paredes infinitas que nos rodeaban. Sentíamos que esos muros naturales exigían ser explorados, recorridos e intervenidos. Así, el primer refugio prolongó nuestro cuerpo. La cueva Wonderwerk, en Sudáfrica, se convirtió en nuestro primer vientre exterior y, a la vez, en nuestro primer hogar interior.

Pasarían miles de años antes de caminar erguidos, construir herramientas complejas y trazar rutas de migración. Fuimos nómadas antes que sedentarios, recolectores antes que cazadores. En ese largo proceso evolutivo surgieron también las primeras muestras protoestéticas. Mucho después, a miles de kilómetros del primer vientre que nos cobijó, nuestros dedos dejaron de ser simples huellas y comenzaron a delinear formas. Hace 35.000 años, desde la costa sur de África recorrimos hasta la costa norte de España, y el trazo de carbón vegetal se convirtió en bisontes figurativos. La cueva de Altamira se erigía entonces como la joya de la corona: la Capilla Sixtina de la prehistoria.

Este recorrido revela una constante: la importancia del refugio, de las cavernas como vestigios de nuestro paso por el mundo. Habitar esos espacios fue —y sigue siendo— una experiencia estremecedora. Entrar en una cueva es ingresar a la primera matriz, al primer hogar, al primer espacio que nos exigió convivir y proyectar un futuro incierto. Adentrarse en sus pasillos naturales exige una atención plena; sus sonidos despiertan alertas, sus sombras nos enlazan con millones de años de memoria.

Las cuevas fueron también los espacios donde aprendimos a distinguir entre lo natural y lo cultural, entre lo sagrado y lo profano. Allí comenzó la reorganización de nuestra perspectiva como especie. En sus paredes proyectamos lo místico, construimos lo simbólico y conquistamos la expresión gráfica, transformándola en archivo del mundo.

El curador argentino Andrés Gorzycki, en un texto sobre Urvas, escribe:

“Construir refugios no es un gesto exclusivamente humano. Los pájaros tejen nidos con ramas en las copas de los árboles; los topos cavan túneles con sus patas; las hormigas esculpen catedrales de arcilla. Estos actos revelan un instinto compartido con lo orgánico, lo curvo, lo adaptado al cuerpo. Por el contrario, la arquitectura humana, particularmente la moderna, insiste en ángulos rectos, líneas puras y geometrías que demarcan una separación radical de la naturaleza. Gintare Sokelyte borra este límite transformando el museo en una caverna viviente.”

Gintare Sokelyte

Y eso fue exactamente lo que la artista lituana logró construir en el Museo Antonio Paredes Candia, en la ciudad de El Alto. Con yute, estuco, madera y cemento, Sokelyte transformó 180 metros cuadrados en la primera caverna viviente de Latinoamérica. Una estructura que se alza hasta los 8 metros de altura y que requirió tres meses de construcción. Todo ello en medio de trámites burocráticos, cambios de autoridades y oscilaciones de precios provocadas por la inflación. Obstáculos que no solo fueron vencidos, sino que sirvieron para forjar una comunidad artística, tan solidaria como una colonia de hormigas, tan colaborativa como un nido de aves.

Junto a Sokelyte trabajaron el artista alemán Jonathan Creutzberg y los artistas bolivianos Itha Cecilia Yujra Maranin, Indira Huallpara Ticona, Ariel Geron Mamani Chambilia, Tony Villano, La Roja (Mariel Sheriff S.), Simón Carpintero, Eduardo Villalba, Roberto Arturo Barboza Torrez y Maximiliano Siñani.

La instalación de Urvas nos invita a una conversación íntima con la caverna. Nos propone una relectura del museo como cuerpo vivo. Las vigas del edificio, que normalmente pasan desapercibidas, se extienden ahora como costillas que protegen y abrazan el espacio. Las paredes, recubiertas de cemento, acogen también pinturas de Sokelyte, que evocan un primitivismo figurativo que roza lo abstracto, en perfecta sintonía con la atmósfera del refugio.

Urvas no es solo una obra. Es una experiencia inmersiva, un llamado a recordar el gesto original de habitar. En sus muros resuena la memoria de una humanidad que, al construir su primer refugio, dio los primeros pasos hacia la cultura. Como lo hicimos en Wonderwerk, como lo soñamos en Altamira, hoy volvemos a una caverna para, quizás, volver a empezar.

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