EL BAUTIZO DE LOS VERDUGOS
Caminar por las calles de la ciudad es encontrarse con lo invisible. Recorrer sus espacios, toparse con sus aromas, consumir sus productos, revela cómo se configura el entorno. Ese lugar que nos moldea, nos esculpe… y nos escupe. Las sorpresas pueden ser nuevos puestos de venta donde antes no había, nuevos escenarios con historias aún no contadas o, simplemente, realidades que deberían existir solo en la ficción, pero que se desplazan en la realidad.
Por consecuencia, esa realidad se vuelve confusa, distante y hasta irreal. Lo que una observa al transitar está plagado de felicidad o de tragedia. Dos enamorados dándose un beso con amor, frente a todo el mundo, en medio del bullicio, es la muestra de lo primero: el silencio creado por el intercambio de sentimientos lo cubre todo. Lo segundo ocurre cuando los vemos terminar en una plaza, donde las sombras se proyectan y el silencio de los transeúntes se convierte en complicidad para el chisme. Allí, los enamorados crean el ruido de su separación. En ese punto, la ruptura de los sentimientos se mezcla con el caos de la cotidianidad urbana.
Al desplazarme por este espacio, a 3.600 metros sobre el nivel del mal, observo esas contradicciones. Veo un mundo quebrado por la crisis. Percibo personas sumergidas en la irrealidad de sus redes sociales. Advierto una cotidianidad que se vuelve cada vez más normalizada. En medio de esta realidad-cotidiana-normalizada, me pregunto: ¿Cómo llegamos a este punto de no retorno? ¿Dónde fallamos? ¿En qué momento nos convertimos en esto?
Camino. Observo. Respiro.
Mis pasos zigzaguean entre transeúntes apurados, niños jaloneados por sus padres para llegar temprano al colegio, personas lentas por la distracción de la inteligencia artificial. Respiro. Cruzo esquinas y me alejo del sol andino, que amenaza con un invierno crudo. Camino y respiro… Escucho bocinas por la trancadera, gente cantando con banderas, personas riéndose con sus celulares en mano para captar el absurdo. Respiro… camino y observo a un grupo de muchachos deshilachados, con camisetas rotas, pantalones sucios, melenas trasquiladas.
Empiezan a cantar. Empiezan a ser ultrajados. Empiezan a ser humillados. No es suficiente encerrarlos contra su voluntad en un aula. No basta agredirlos y marcarlos por ser nuevos en un lugar dominado por antiguos. No alcanza con rasgarles las prendas, cortarles el cabello, golpear su piel. Es necesario hacerlos desfilar por las calles del casco antiguo. Es necesario gritarles para que se pongan de cuclillas, para que caminen a rastras, para que besen el suelo de sus antiguos. Es necesario recordarles que son nuevos, que no son bienvenidos.
Respiro… Pregunto:
—¿Por qué hacen esto?
No me responden, esquivan mi pregunta, pero uno alza la voz y dice:
—Es una tradición de mi colegio.
—¿De qué colegio son? — pregunto.
Guardan silencio. Bajan la mirada. Se esconden.
Escucho los gritos de los capataces. Escucho las risas de las señoras. Escucho la normalización de la violencia. Escucho el canto del Colegio Antonio Díaz Villamil. Escucho a muchachitos obligados a ser denigrados. Escucho a jovencitos ridiculizados por el bautizo.
Observo cómo a los hombres del presente los visten de mujeres como símbolo de vergüenza e inferioridad.
Mis preguntas iniciales se convierten en posibles respuestas.
Llegamos a un punto de no retorno porque no se valora la humanidad ni la individualidad.
Fallamos al considerar que la violencia es un juego.
Fallamos al creer que humillar es una norma.
Fallamos al pensar que vestir a hombrecitos con ropa de mujer es símbolo de deshonra.
Fallamos cuando un bautismo consiste en rasgar prendas y cortar el cabello de forma ridícula.
Fallamos al pensar que denigrar es una condecoración.
Y pienso que no es que nos hayamos convertido en lo que somos… con el desfile del bautismo de la humillación, aún podemos ser peores.
Ya no respiro. Camino y dejo de observar.
Me pregunto:
—¿Qué clase de humanidad se bautiza con violencia?
Alargo mi andar y me alejo de los capataces vestidos de exalumnos.
Empiezo a correr.
Aparto la mirada de los docentes que aplauden esta tortura moderna.
Corro y vuelvo a respirar al volcar estas ideas en papel.
Recuerdo y siento que la historia no cambiará: seguiremos cayendo en el abismo.
Recuerdo las escenas y sé que esos niños, jóvenes y adolescentes repetirán las mismas humillaciones, las mismas conductas violentas, los mismos cánticos, las mismas formas de denigración sobre los cuerpos de sus compañeros el próximo año.
Y, sin saberlo, se convertirán en los verdugos de los nuevos verdugos.
Y así, el círculo continuará.
Y así, crecerá el bautismo de los verdugos… sin humanidad.
