LA ORDEN DEL OLVIDO
En el verano de 1980, la puerta de esta galería se cerraba abruptamente. Después del sonido unívoco del portón de metal, frente al concierto de las voces, el olor a óleo, grafito y tinta fue desplazado por el de la dinamita, los gases y la sangre. La escena sucedía en el transcurso de la tarde, para dar paso a la noche eterna. Los cuadros colgados en las paredes de esta sala fueron retirados antes de las palabras de bienvenida. Los cargaban en jeeps con vidrios polarizados, con el alma entre grilletes, con cañones calientes y telas negras cubriendo los rostros. Este año se cumplen cuarenta y cinco años de un secuestro.
Luis Arce Gómez firmaba la hoja de captura. Luis García Meza asentía con la cabeza. Policías y militares se regocijaban y aplaudían como hienas frente a sus presas. En medio de la plaza del cuartel del Estado Mayor, en Miraflores, donde se enseña el arte de la guerra, los cuadros de Diego Morales eran expuestos. El artista fue calificado por los censurados de la imaginación como apátrida, anarquista, subversivo. Pero ¿qué podemos esperar de los perros rabiosos, iracundos, coléricos, que solo tienen espuma en las venas y sangre en los ojos? Nada y todo a la vez. Por eso, hoy, esos adjetivos descalificativos deben ser tomados como medallas de honor.

La pintura quirúrgica de Morales, sustraída de su exposición, representaba la operación a corazón abierto de la sociedad boliviana. Esa que se cree única, profunda, original. En contraposición, nuestro artista muestra los recovecos del folclore autoritario, de la soberbia y la mojigatería chola, de la hipocresía del clero con los pantalones hinchados, de la idolatría mezquina de la clase alta, de la barbarie de los “civilizados” senadores y diputados en el poder, de la cobardía del bravucón levanta puño. Del funcionario troglodita que sale de su caverna con sus normas bajo el brazo. Del artista sin mostacho, pero con tufo de dictadorzuelo que recorre las salas de exposición para acallar a los disidentes.
A cuarenta y cinco años del secuestro de sus obras y de la persecución que lo llevó al exilio, esta exposición representa el renacimiento del pegaso muerto. El arte de Diego Morales no es para decorar; incluso sus cuadros eróticos son denuncias, Ave fénix que siempre resucitan. Sus trazos no necesitan gritar para ser oídas. Él no dibuja la guerra, disecciona la paz. Esa paz como lugar sagrado, como ciudad rodeada de montañas, como residencia de la crueldad, como círculos que descienden al infierno dantesco de sus personajes escondidos en las esquinas. También disecciona a la ‘paz’ como concepto, entendida como pacto, acuerdo o trato tras bambalinas. A ambas las somete a examen continuo.


Diego Morales lleva su “orden del olvido” en el pecho. Entregada por esos hombres que, entre copas de cerveza, colillas de cigarrillos Astoria sobre la mesa y chistes de humor bucólico, vertían un nombre en sus lienzos. La música altisonante en un bar cochabambino acompañaba la atmósfera de su inspiración; la escena configuraba el ritmo de sus trazos en sus denuncias sociales. Lo grotesco se hacía cuadro. La crudeza se hacía obra. La crítica se hacía con dolor. La resonancia del nombre nos recuerda la Guerra del Chaco y la búsqueda de un mundo feliz, pero retratado por la distopía de Huxley. Es la imaginación de los delirantes. Es el arte que nos muestra aquello que no queremos ver. De Cochabamba surcan hacia La Paz. Será en medio de un patio colonial, entre Comercio y Potosí, a media cuadra de la Socabaya, donde nace la utopía de los combatientes.
Los Beneméritos de la Utopía, con 500 años de k’encherío y Bolero de caballería, marcaron una inflexión en el arte nacional por su propuesta plástica. La lucha frontal contra el reino de los imbéciles en el poder fue su horizonte compartido. La metodología de cero tolerancia frente a las ideologías hegemónicas del autoritarismo —ese que versa en su lema: “el que grita más fuerte es el que tiene la razón”— fue puesta en cuestionamiento por este grupo mediante la pintura de emergencia, la cultura de la resistencia y la subversión permanente. Banderas que izaban en cada exposición, en cada obra, en cada ranura donde observaban al poder desnudo.



Divertimento III

Desde el escuadrón F de aviación, el grabador de un proceso de descomposición en Oráculo para dos pecadores observa el mundo con lejanía. Sabe que no puede mentir con el proyectil de su pincel. Cada trazo remarca el concepto de belleza para transformarlo en verdad. Morales está enfermo de arte. La procesión de los niños terribles, donde el acuarelero calla la injusticia que denuncia solo en sus pinturas; donde el poeta primero coge, luego escribe; donde el morboso de la cebra cruza la calle; donde el pato contiene un sombrero de pescador; donde el fauno irónico bufa arisco y el ecce homo del pegaso renacido observa el horizonte con ojos de francotirador en el carnaval del Poopó seco, se descompone la carne. En ese escenario vemos a las achacollos en achaques, a los qhananchiris sin luces de inteligencia, a los ojos desvirtuados sin virtudes, a los romeros poetas antiborgianos, a los tilines opacos de librecambistas, a las zapatas tranca puertas, a las ministras desorientadas, a los depravados narcos pedófilos con niñas en sus garras. Todas ellas como ninfas del desastre y el colapso. Evidentemente, el infierno no está en el subsuelo: está en la vida cotidiana. Aquí no solo hay belleza en sus cuadros, hay verdad. Y esta se contrapone a la estética oficial de la mentira.

Las crónicas de Morales son una astilla en la piel del régimen. Es un forense que registra, pero que no censura. La rabia sorda se escucha en su Manifestación y Genocidio. Sus obras son el museo de la memoria. Por ello, esta exposición no es un homenaje a los doscientos años de Bolivia ni a los cuarenta y cinco años del secuestro de sus obras. Es un exorcismo, una evaluación autocrítica, una excomunión de su pasado, una alma abierta curando heridas. Es lo que podemos observar en Agresiones y otros traumas del viejo.



Diego Morales, con sus cuadros en gran formato, detiene el tiempo. Eso es lo que todo artista busca. Él lo logra con soltura, describiendo en su nueva objetividad la representación de los discursos subterráneos, desfigurando a los personajes tras bambalinas en el teatro del mundo, recomponiendo al mítico minotauro encerrado en el laberinto de los poderosos de turno, denunciando la depredación del hombre por el hombre. Morales nos presenta el examen de su pintura quirúrgica, y los resultados de su informe no siempre son alentadores; pero siempre serán proféticos.







