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RAÚL LARA, EL GLOTÓN DEL ARTE BOLIVIANO

[TEXTO DE APERTURA DE LA EXPOSICÓN DE RAÚL LARA EN ALTAMIRA GALERIA]

A corta edad, el maestro volaba por su querido Oruro, a través de sus sueños. Recorría las casas coloniales, cubiertas de adobe y techos de color ladrillo. Retornaba a esa tierra segura —su infancia— para pintarla recurrentemente en sus cuadros. Al niño volador le gustaba salir a la calle, probar los colores en su pensante paleta y, con ojos picassianos, reconquistarlo todo. Ese niño volador —afortunadamente para nosotros— no se enredó en la miseria de la realidad de los cables entronizados en los postes de luz. Su arte sobrepasó su ideología y el maestro sabía que su mente podía más.

A los 13 años, en medio de una revolución social que creaba campos de concentración, la familia Lara se autoexilió a la tierra de los siete colores, Jujuy. El niño volador, entre todas sus pertenencias, llevaba consigo un tesoro que le fue entregado por su hermano mayor, Gustavo. Las letras de ese libro se le grabaron a fuego en la memoria del maestro. Las palabras que se transformaban en oraciones empezaron a convertirse en sangre que recorría su cuerpo.

De Arles a Oruro

Devorado el libro como un cordero de rostro asado, «Anhelo de vivir» de Irving Stone, de 413 páginas, le pareció pequeño para retratar la vida desmedida de un pelirrojo con mirada intensa, porte calmado, estatura pequeña y espíritu indomable. Un hombre que dedicó todas sus fuerzas —hasta llegar a la locura— para convertirse en artista. Un asceta que vivía a base de café, pan y tabaco, mientras recorría las calles de París a finales del siglo XIX. Un alma atormentada que podía viajar de Amberes a Oruro para pintar un diáfano azul y bailar entre bombos y platillos.

Composición

Las primeras pinceladas del maestro retrataban a mineros como parte de su compromiso social, pintaban a campesinos emponchados en tristeza y empolvados por el trabajo, representaba paisajes desoladores cargados en una paleta desbordada de grises y soñaban su añorado Oruro de su infancia en cada composición urbana. El maestro se reconoce en los paisajes que crea su mente y en la línea que desenvuelve su espíritu. A comienzos de los 70, consume a Francis Bacon para desbordar sus pinceles juveniles en la neofiguración expresiva de siluetas femeninas. Posteriormente, Picasso se vuelve su interlocutor para denunciar la violencia de la guerra. Velázquez, al poco tiempo, le recuerda hacer una pintura intelectual, donde los espejos reflejen el peso de la carne, donde las niñas recreen la inocencia interrumpida de una Asunción en cabellos azules; donde los muros se vuelvan interminables para acabar en un cuadro como paisaje; donde lo cholo desborda como una cerveza servida en un vaso caliente en el bar Huari; donde el matrimonio Arnolfini se metamorfosea en un día feliz de Juan Iquina y Kalicanto al momento de sentenciar los votos nupciales. La glotonería artística del maestro se desborda, evidentemente, con un surrealismo etéreo a lo Chagal, destilado en un realismo mágico para rescatar el folclore popular de las Tierras Altas.

Santa Veracruz Tatala
Don Juan Iquina y Kalicanto
Descanso

No obstante, en medio de la creación volcánica de su pensante paleta, a los 28 días del mes quinto del año 76, caían nubes negras en la familia Lara por la desaparición del hermano fallecido, Jaime. A los veintisiete años de la cicatriz abierta, Lidia y Raúl, envueltos en su lectura, escuchan el timbre de la casa. Es el sonido de la bienvenida, de la buena nueva y de la despedida. Raúl deja su periódico cultural sobre la mesa de noche; Lidia reposa «El amor en los tiempos del cólera». Al bajar las escaleras, y a ciento cincuenta años de su nacimiento, el niño volador observa a un hombre de tierras lejanas con una carta en mano. Es el pelirrojo de sus lecturas de infancia en el patio de los Lara Caiguara. La epístola es de Jaime y la entrega Vincent Van Gogh. El escrito es una despedida en honores del pariente perdido que saluda a la vida que tanto quiso vivir. El cartero es el reflejo de la bienvenida de una rebosante historia en el Altiplano. Ambos son la conjunción del niño volador y del maestro maduro desplazándose por su arte. Es el encuentro de un realismo mágico en la cordillera de los Andes, en la tierra del Pagador, con un acervo cultural amplio.

Ilustración
Vicent en el Sajama
De la serie Van Gogh
Las horas que Van Gogh decidió cortarse la oreja

Despojando en su obra el dolor, recordando la tierra segura de su infancia, las reflexiones pictóricas de su pensante paleta en cuadernos con esbozos y escritos, el maestro retrata al hombre que calla su pesar y rompe en llanto al beber su existencia en litros de cerveza. Moldea al funcionario envuelto en redes de concupiscencia, violencia fanática y fricases al amanecer. Rastrea minuciosamente al burócrata enlatado, escondido en un rincón de la habitación más oculta de una oficina gubernamental, que se retuerce de placer y deseo en cada fiesta patronal que baila con su traje de moreno. El maestro expone la carne atrapada en un traje enlatado que penetra la ciudad por lujuria. Pero, sobre todo, nos retrata en retrovisores, gafas de sol y espejos. Cada personaje ensardinado en micros, sentados en respaldares baconianos, nos desnudan el alma con su mirar encubierto. Por eso mismo, preferimos pasar de reojo, no levantamos la mirada, nos escondemos frente al juzgamiento incómodo del “maestrito”, pues nos reflejamos como somos: licenciosos, libidinosos y lujuriosos. Son en esos micros donde damos rienda suelta a nuestras pasiones más profundas.

Miércoles de ceniza

Hoy, cabe recordar que el niño volador nos deja su línea madura y ágil cargada de picardía, donde el maestro sagaz comprendió a Van Gogh al retratar los zapatos como extensión de su alma de labriego. Donde la paleta pensante de Raúl Lara nos presenta, entre bombos y platillos, que resuenan en cada pasillo, el hierático mundo andino con líneas y pinceladas vibrantes de una vida interior que es conducida por un micro.

¡Y digamos, pues, ahora! Pare maestrito, que quiero bajar para ver las pinceladas del maestro Raúl Lara.

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